martes, 27 de enero de 2015

EL BOTILLO DE SANTO TIRSO Y OTROS RELATOS por Gilberto Núñez Ursinos



EL BOTILLO DE SANTO TIRSO Y OTROS RELATOS
Primero habían sido los nueve días de nieblas, que, al final, se habían vuelto “meonas”. Luego, una semana de heladas “negras”, que habían curtido hasta las peñas. A continuación fue el “birujillo”. A renglón seguido el “biruje”. Y comenzó a “selfar” y a ponerse el cielo de “panza de burro”. Un gris mazizo fue compañero de hombres, animales y cosas. Ese gris que penetra por los ojos y recala en el alma. El Bierzo entero era como una inmensa sinfonía en gris mayor, persistente, aburrida…
--Va a caer una “nevarada” que se va a hablar a Dios de tú a tú.
Santo Tirso se acercaba. Y Santo Tirso era amigo de la nieve y los “pinganillos”. Al decir de las gentes, era también un santo vengativo. Quería que respetaran su día. Primero había sido un mortal accidente en las obras de un convento. Había seguido a esto, en los años posteriores, un gran incendio, en una casa en la que se trabajaba en la bodega. Al correr de los años un herrero que preparaba unas “calzas” para unas azadas observo que el hierro no se estiraba con los golpes del martillo, si no que se hacía una pelota. Dejo el trabajo y se fue a tomar la “parva”. Cuando volvió, el trozo de hierro era una reproducción del santo. Un portador irreverente de la imagen, en la procesión tuvo la osadía de asegurar que el santo tenía pintas de torero. Como castigo, la sierra se había desprendido de manos de la imagen y le había producido una gran herida en la cabeza. El portador tuvo que estar representando el papel de “mojamé”  de segunda mano durante algún tiempo…
Desde entonces el día de Santo Tirso se respetaba. Y cuando llegaba con buen pie, además de a fervor, a nieve y a descanso, olía a  “ragua” de lumbre y a botillo…
Pollo, Paya, Pillo sabía de sobra como respiraba el tiempo cuando Santo Tirso estaba a la vista. Y sabía que, para completar la conformidad de los humildes, solo cuatro cosas hacían falta:
Cocho morto, patacas na bodega, viño no cubeto e ragua de lume.
Con ello las malhadadas brujas, las brujas de la infelicidad, se largarían de la casa.
--Bruxas fora—
Pero siempre falta algo para ser feliz. Y a él le faltaba leña. Mucha leña para avivar el fuego. Porque el fuego es media vida en el hogar del humilde.
--A media comida y a media bebida, pero a fuego entero. Sin fuego que nos caliente no sé qué iba a ser de nosotros. Qué gran cosa es el fuego…
Por ello, llevaba unos días acarreando leña. Grandes  “rachones” de castaño bravo, secos como huesos, del castañar de los Albaredos.
Era este un lugar perdido en la falda de uno de los montes muy cercanos a la villa. Había que almorzar de  “tenedor” para subir de vacío la cuesta que a él conducía. Y había que volver a hacerlo, y de “entrehebrudo”, para subir después cargados hasta la cima del monte. Pero esto no era obstáculo para que los leñadores se vieran a menudo por aquellos pagos. Casi a un tiro de piedra, estaban las cascadas. El sitio era muy frecuentado en verano, cosa que no agradaba demasiado a los dueños de los pradecillos cercanos, porque algunas parejas de visitantes se tiraban  a “revolcallones” y estropeaban la hierba. El reguero de Landoiro había hecho con paciencia de artista una obra de arte en el lugar…  Al otro lado del reguero, frente a los Albaredos, se hallaban las Traviesas. Los leñadores del barrio de los Tejedores hacían en este monte acopio de leña menuda, uces, carrascas de encinas, estepa, “garrochas”…
--Ya van los lobitos al monte—
Tampoco los de los Tejedores ignoraban como respiraba el tiempo cuando Santo Tirso se acercaba.
--Ya llega el tiempo de los tres hermanos: hambre, mocos y frío en las manos—
Y como el cerdo ya estaba colgado, las patas en la bodega, para algunos, el vino en el cubeto, buscaban lo que les faltaba: leña.
--Con la casa llena como un botillo , no hay invierno malo—
Con un trozo de pan para ir “mougando” por el camino, unas castañas cocidas, unas “torrexas” o unos “feixos”, se adelantaban a la salida del sol en el monte. Llevaban una chaqueta vieja o un saco para “molido”, la cuerda para atar la leña, al hombro. En la cintura, la “ pedona o podona” que sujetaba el cinturón de cuero, o, en su defecto, cualquier clase de cordón o cuerda. Algunos llevaban claveteados zuecos, otros, un par de zapatos gastados y abiertos por la puntera. La mayoría, zapatillas o alpargatas, que escasamente resistirían   el camino de ida y a la vuelta habrían de ser sujetadas con “viortos” de xesta o “corriza”. Ya en el monte, cortaban, acarreaban, buscaban por aquí y por allá hasta que tenían bastante leña para el haz. Entonces, extendían sus cuerdas de pita  o lías en el suelo, como a medio metro una de otra. Ponían unos “cantroxos” a unas “uces”, quizás alguna “xesta” encima para hacer la cabecera. La demás leña a continuación. Primero lo menudo, luego lo más gordo, casi con ritmo de exigencia vital. Finalmente ataban las haces y les daban vuelta. Preparan bien la cabecera con un relleno de “fieitas”. Era el momento de fumar el pitillo de “hebra”. Un rato de descanso y a continuación, en camino hasta la primera “posa”. Era ésta la del Pontón. Cerca de la “posa” estaba la fuente de sabrosa agua. Un poco  más lejos los castaños del reguero. A veces se detenían un rato a rebuscar las castañas, especie de aperitivo que, si no llenaba, engañaba el estómago. Otras hacían la parada menos larga y el rebusco lo hacían en la próxima “posa”: La Cruz. En este lugar se bifurcaba el camino que venía de la villa. Un ramal llevaba a Landoiro y a los montes. El otro, a los pozos del río y a la toma de una presa de agua.
Pollo Payo Pillo les veía alejarse con un desprecio casi olímpico. A él no le interesaba la leña menuda.

--Nada de menudencias. Nada de detalles menudos. A mi “rachones” de “carajo de pantalón”. Donde hay “cangos” se hacen astillas. Hay que terminar con la pequeñez, con las viejas costumbres. Algo tiene que morir para que algo nazca.—



Suele suceder en los pueblos que, las palabras mal dichas o dichas con gracia, queden como apodo del que las dice. Eso le había pasado a Pollo Payo Pillo. En su juventud había ido a cerezas con tres compañeros. El cerezo era enorme y estaba rodeado de zarzas para impedir la subida. Los tres compañeros habían conseguido subir por una rama y se estaban dando la “gran hinchenta”. El había quedado abajo para vigilar. Por entre las hojas se oía el caer de los huesos. De tarde en tarde unas cerezas.
--A ver si tiráis—
Los compañeros eran unos tipos cachondos y seguían en su devota función sin preocuparse demasiado de Pollo Payo Pillo.
--A ver si tiráis—
Tres o cuatro huesos, una cereza…Ocho, nueve huesos: tres o cuatro cerezas. La paciencia se le estaba terminando.
--A ver si tiráis—
Tan llena tenía la tripa uno de los compañeros que se movió a compasión.
--Abre bien los brazos. Que no se pierda ninguna---
Los había abierto como si fuese a abrazar a la novia
--Ahí te va—
Acto seguido, el compañero se había bajado los pantalones…
Pero Pollo Payo Pillo era también un coneras. Y a regalo de mala uva, regalo de mal vinagre. Saco una caja de mixtos y le puso fuego a las zarzas…
--Carajillo la vela este pollo--. Tomarme a mí por payo. Pues a pillo no me las das. Resumiendo: el cerezo había parecido la hoguera de Santo Tirso; el guarda de la finca había aparecido con una “forquita” como símbolo de todo menos del bien hablar; el perro se había quedado con casi la parte trasera del pantalón de uno; otro había partido un brazo; y el tercero había llevado unos “inflaquidos” que por quince días había tenido que guardar cama. Casi otro tanto tiempo había tenido que permanecer Pollo Payo Pillo en casa sin salir, hasta que se calmaron los ánimos, por miedo a las represalias…
Había heredado el temperamento de su abuela. Una altura de orgullo que sobrepasaba las más altas cimas.
Un rebaño de ovejas y cabras pacía en la falda del monte. Más abajo, por una “rodera”, un par de “garruchas” tiraban por un carro de raíces de roble…
--Ya caen “babuxas”. Es el aliento de Santo Tirso.
Con el haz de “rachones” a cuestas emprendió el camino de retorno al hogar. Una gran “ragua” de lumbre en la “lareira”; la galocha cociendo en el pote, el onomatopéyico chirriii, chuirriii de los chorizos al ser fritos para hacer “las diez”, en vez del clo, clo, del caldo o la sopa; el jarro de vino al lado y los copos cayendo fuera.
--Que nieve—
Era el día de Santo Tirso. Y el día de Santo Tirso “se quitaba la barriga del mal año”. Un puñado de bertones, esperaba el momento de ser echado al pote, naufragando en una cazuela de “ perigüela”. La abuela pelaba los “cachelos”. Sobre un paño en el escaño, tenía unos piques de espinazo y unos chorizos. Bruaba el pote. Sudaba el pote. El pote estaba lleno de devoción. En él se cocía el Bierzo. Con él soñaba el Bierzo. Por él laboraba él Bierzo… La galocha, los piques, los chorizos, los bertones, los “cachelos”… La felicidad en un conjunto de cosas. Y la “ragua” de lumbre. Sobre todo eso: la “ragua” de lumbre. La “raguaaa”…Rara era la casa que no tenía invitados. Los ofrecidos: cojos, mancos y descalabrados, bajaban con su fervor y a su fiesta.
--Echale leña al fuego que no se pasme la galocha.
La “galocha” era el estómago del cerdo en el que se habían metido las mejores costillas, los mejores pellejos y más tiernos, y en algunas casas, unos trozos de solomillo, para que todo no fuera chupar, chupar…
Era el botillo de Santo Tirso y había que cocerlo bien. Fuego al pote. Fuego.Fuegooo…De vez en cuando la abuela pinchaba el botillo con un tenedor. Cuando al fin se obsevaba que ya “iba estando”, echaba los “cachelos”, los chorizos, los piques de espinazo y los bertones. Primero el espinazo, al poco rato,los chorizos y los bertones, y al final los “cachelos”. Cuando juzgaba que estaban cocidos, escurría el pote en la cazuela de “perigüela”. Desmenuzaba el botillo en una fuente de porcelana. Y luego preparaba el cazuelón. Era este una enorme cazuela de barro destinada a los días solemnes. Cazuela redonda, sin platos ni tonterías. Los “cachelos” y los bertones quedaban por abajo y la “carnufia” por arriba.
--Dios bendiga esta fuentada de la que va a quedar poco o nada.
Los comensales solían tener “buen saque” y pronto se tocaba a fondo. Venían entonces los cumplidos. Pero la fiesta, como últimas líneas de una estampa costumbrista, tenía que tener su remate de humor. Un invitado trataba de masticar un pellejo que cada vez se ponía más duro. Los otros le dejaban hacer y se reían. Cosas de la abuela. ¡Además de los pellejos, las costillas, los trozos de solomillo, había metido en la “galocha” un trozo del meón del cerdo!.





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